jueves, 21 de julio de 2011

Diálogo en la oscuridad

Sábados y domingos en Ciudad Cultural Konex

Txt Eugenia Santa Coloma @eugestacoloma

Después de atravesar la puerta, sólo quedamos la oscuridad y yo. Tomé con fuerza el bastón pero ya había olvidado cómo y dónde usarlo. Aquella primera sensación fue extraña, necesité varios segundos para comprender que durante una hora sólo me valdría de mis sentidos en aquella infinita negrura.

Escuché una voz que me trajo nuevamente a la realidad, era Lili, la guía que me acompañaría durante toda la experiencia, me ayudaría a reconocer los objetos y afrontar los obstáculos.

La orientación fue lo primero. Necesitaba afirmarme a aquel piso de cemento, mis pies podían reconocer los desniveles, las grietas, hasta las texturas, me resultaba imprescindible tomar conocimiento de las dimensiones de aquel espacio inagotable.

Pasé la primera puerta: humedad, tierra, pájaros, agua y frescura. Mi memoria sensorial se había puesto en marcha y podía reconocer de un santiamén aquel lugar, pero el estado de alerta todavía perduraba y no tenía el coraje para despegarme de la pared.

Me percaté de aquel frío metal que sostenía mi mano y me puse en marcha con el bastón tanteando de lado a lado para no chocarme con nada. Así fui descubriendo, con el simple contacto, distintos elementos de la naturaleza que me eran íntegramente familiares.

La voz de Lili me iba orientando continuamente en el espacio, hablábamos, compartíamos mis reacciones, y al cabo de un rato ya sentía que mis ojos podían ver en la oscuridad total,  capaz de presentir la cercanía y lejanía de los objetos y las personas.

Ruidos de bocinas, caños de escapes, murmullos, obras en construcción. Después de atravesar otra puerta, me di cuenta que estaba en medio de la calle. Mi bastón tocaba las ranuras del asfalto, y el excesivo ruido me fastidiaba, era difícil prestar atención con el alboroto y no llevarse puestos los postes y tachos de basura.

Había que cruzar la calle, estar alerta al ruido del semáforo, pero era difícil dejar de pensar cómo harían realmente los ciegos para cruzar la calle si en la ciudad sólo contamos con dos semáforos sonoros.

Lili me iba conduciendo por distintos escenarios. Cada vez me sentía más confiada en el espacio, con el uso del bastón, con los sonidos,  con los olores y con el tacto. Todos mis sentidos estaban completamente agudizados, pero extrañaba el brillo de los colores. El no ver me producía la sensación de perder el poder imaginativo, de no poder recordar verdaderamente los objetos, de perder las dimensiones.

Al final del recorrido nos sentamos a conversar, miles de preguntas me invadieron la mente, quería saber cómo hacía Lili para convivir diariamente con la ceguera, que había ocurrido luego de un proceso largo y progresivo pero del cual se había adaptado naturalmente.

Me preguntó especialmente cuál había sido mi experiencia porque había notado mi silencio prolongado. No sabía bien qué responderle, entrar en aquel mundo de plena oscuridad me había perturbado, me había hecho reflexionar, sumergirme en la búsqueda sobre la propia concepción de la realidad.

La hora allí era insustancial, estuve tan pendiente de los sentidos que el tiempo pasó descaradamente. Sentada en aquella mesa junto a cinco personas, creía ver los movimientos y las posturas que tomaban a medida que transcurría la charla. Aquella había sido una de las experiencias más emocionante que había vivido, pero necesitaba volver apreciar los colores.



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